En el pueblo le decían “La Cueva” porque ella era una aventura a oscuras.
40 veces 40 mil hombres quisieron amarla, enfilándose al abismo; pero ninguno lo consiguió.
─Es que a su sexo lo trajeron unos marineros que anduvieron por Bahía, en las fechas del carnaval de la diosa Iemayá ─habían convenido en contarle al forastero.
─Lo trajeron envuelto en las vísceras de una tiburona joven.
─Eso ya lo había visto antes ─comentó el viajero, como no queriendo continuar con todo eso.
─Todo el que se mete dentro de ella, ya no sale nunca.
Una tarde mientras caminaba por el mercado, la vio salir de una casucha remendada y la siguió hasta el muelle. La vio entrar en un viejo barco olvidado, que había encallado un día en el que ya nadie pensaba.
Cuando entró, ella estaba recostada en un sofá que olía a aceite gastado y él se le acercó despacito, como quien confía un misterio. Le susurró al oído:
─Ábrete, sésamo…
Ella sonrió. Y ese fue el día que comenzó la fortuna.