Franz Liszt siempre fue un pueblo de hombres.
En él coexistieron el diligente profeso, el virtuoso precoz, el mujeriego, el vagabundo, el colector de excesos y una infinidad de personajes tan ajenos y dispares como la misma obra de Franz.
Sólo quien padece en carne propia la experiencia de estar habitado por muchos hombres, entiende el conflicto que el compositor vivía.
No era el virtuoso quien se encargaba de contratar damas –quiero decir groupies de alcurnia- para que desmayasen en el momento más álgido de sus presentaciones, algo que ni a Michael Jackson ni a Mick Jagger se les hubiera ocurrido nunca; no era el vagabundo quien decidió recibir las órdenes sacerdotales, no fue el mujeriego quien permitió que su chunquita se casara con el misógino de Wagner y por supuesto, no fue el acaudalado compositor quien decidió abandonar la vida de rockstar ni bien cumplida la cuarentena.
Nadie puede asegurar qué Franz fue el responsable de la decisión de abandonar la vida del brillo social, los homenajes y las fiestas, el dinero y la fama a las que desde niño estuvo acostumbrado, a cambio de llevar una vida espiritual noble y profunda, aunque aderezada siempre por ese profeso amor por la mujer, expresado en mil excesos e interminables cadenas de escándalos sexuales y algo de diabólico humor.
Nadie puede explicar cómo se vive una pasión creativa que obliga a recluirse para meditar y componer, pero al mismo tiempo, se debate siempre contra ese impulso errante que obliga a viajar constantemente y escuchar músicas folklóricas húngaras y gitanas –pongamos por caso- para satisfacer algún instinto nómada.
A Franz suele reconocérsele la invención del poema sinfónico y el recital moderno y la moderna técnica pianística y otras tantas modernas chucherías; pero quién aplaude esa lucha de la voluntad, ese eterno mediar entre los humores, ese mandarlo todo y a todos al carajo (virtuosismo included) para acallar, al menos un poco, de menos un rato, el pueblo de voces en que habita la voluntad creativa.
Sólo quien lo vive, puede saberlo. Ya te lo digo, querido, hipócrita lector, piltrafa de escucha.
lunes, 19 de octubre de 2009
jueves, 1 de octubre de 2009
De cómo conocí a Eusebio Nucamendi
Era una ciudad centroamericana y alrededor del mediodía.
La noche anterior, aquella muchacha y yo, trataríamos de perdernos del amigo con quien compartía el hostal y de su insufrible compañera. Las llaves de la pieza estaban en mis manos y en las manos tenía además, la intención de hacer dormir a mi amigo en la calle. No sería la primera vez. El espacio era muy reducido y eso hubiera sido un espectáculo sumamente incómodo. Siempre pensé que más de dos es multitud.
Al final, los perdidos fuimos nosotros y para cuando dimos con la posada, la feliz pareja ya estaba ahí, tratando de entrar por una ventana. La experiencia no resultó tan incómoda después de todo.
A la mañana siguiente, luego de compartir más que la pieza y de casi ser corridos con todo y nuestra impúdica alharaca, mientras caminábamos por la placita de aquel lugar lo vi fumando, recargado sobre una cruz de cuerpo entero situada a mitad de una congregación católica. Eran los festejos de la Semana Santa y parecía que Cristo había tenido una noche interesante también, pues ni sus luces.
Yo andaba en busca de un toque y él traía una cara de poder atender mi demanda.
Un par de palabras nos bastó cruzar para descubrirnos en el otro, mucho más que una despintada nacionalidad y un gallo, nos acercaban.
Sentados en el piso, Eusebio me contó la historia de su destierro voluntario, del maldito sortilegio de los peregrinos, el oficio de ser camino y del sabor que tiene la carne de sirena.
Yo le confesé que poco me interesaba viajar si no existía un propósito, estar cansado de los hippies holgazanes, los artezánganos sin rumbo, que no saben siquiera cargar con una jodida libreta y una pluma y que, en una suerte de epicureismo rancio, juegan a beberse la vida a cántaros y otras penas ajenas. Fue entonces que me descubriera a Cavafis, como quien da una cachetada:
–El viaje es el camino, nunca el destino.
Igual no se la compré y en aquel momento no lo supe, pero sin duda que algo en mí mudó para siempre en ese mismo instante.
Con la amistad de dos que nada esperan, consumimos las horas y los posibles y cuando ya íbamos por el tercer o cuarto porro, se levantó del piso para sentenciar:
Habrá que rodar
haciendo un ruido estrepitoso
habrá que mineralizarse el lomo y ser camino
habrá que dar refugio a ciertos bichos
y sacudirse del musguito en el verano
habrá que romper algún cristal
y sobre todo
habrá que descalabrar a un policía
habrá que ser consentido por un coleccionista chimuelo
y dar de brincos al filo del pantano
caminar sobre las aguas es un talento mineral
nada de cláusulas divinas
habrá que conocerlo al polvo y ser su amante
habrá que reproducirse entre la hierba
y ser el primer poste
y jugar rayuela
y romper botellas vacías
y jugar rayuela
y detener la puerta
y burlarse del viento y de la lluvia
y jugar rayuela
y volver a casa
sólo si un niño que se llame Constantino Cavafis me patea
siempre supe que yo era esa piedra.
Yo reí de buena gana y él entendió mi reacción.
La noche y la muchacha me aguardaban, agradecí a Eusebio por la compañía y por el vuelo y me fui de ahí. Él insistió en no despedirnos.
A la mañana nos esperaban nueve o diez horas de camino.
La sorpresa fue mía cuando casi diez años después me lo volví a cruzar al Chevo, en la ciudad que a ambos nos vio nacer, recargado sobre una forjada cruz de tamaño natural, a mitad de la plaza de aquel sitio.
– Te lo dije, el mundo es un pañuelo.
– Ya te digo que uno muy sucio.
Así daría comienzo el Círculo de los Cayetas Poetanos, las tardes en la ermita del kaníbal, la melífica palabra, el camino, los caminos… y que duró todo el tiempo que pudimos permanecer juntos en la misma ciudad.
Una noche, le conté al Kaníbal la historia de Eusebio y él me diría:
-¿Y no será que Cristo es en verdad un viajero a ultranza, condenado a vagar por los siglos de los siglos?
Casi estuve tentado a decirle que si Dios eran las seis enfermeras locas de Pickapoon, era muy probable que nuestro Eusebio fuera algún Jesús de nuestros tiempos; pero recordé que a mi amigo poco le animaban media docena de rubias colosales si no era que estaban en su cama.
–¿Y si Dios moviera los pechos dulcemente? – Le respondí.
Y eso bastó para que mi carnal se sumiera en sus elucubraciones cotidianas.
Aquel día había sido yo quien se equivocara. Cristo sí estaba esa mañana en la vieja plaza.
Eusebio Nucamendi había bajado esa mañana al mundo a compartir el fruto de la tierra y a despertar a los viajantes. Nada de cláusulas divinas.
La noche anterior, aquella muchacha y yo, trataríamos de perdernos del amigo con quien compartía el hostal y de su insufrible compañera. Las llaves de la pieza estaban en mis manos y en las manos tenía además, la intención de hacer dormir a mi amigo en la calle. No sería la primera vez. El espacio era muy reducido y eso hubiera sido un espectáculo sumamente incómodo. Siempre pensé que más de dos es multitud.
Al final, los perdidos fuimos nosotros y para cuando dimos con la posada, la feliz pareja ya estaba ahí, tratando de entrar por una ventana. La experiencia no resultó tan incómoda después de todo.
A la mañana siguiente, luego de compartir más que la pieza y de casi ser corridos con todo y nuestra impúdica alharaca, mientras caminábamos por la placita de aquel lugar lo vi fumando, recargado sobre una cruz de cuerpo entero situada a mitad de una congregación católica. Eran los festejos de la Semana Santa y parecía que Cristo había tenido una noche interesante también, pues ni sus luces.
Yo andaba en busca de un toque y él traía una cara de poder atender mi demanda.
Un par de palabras nos bastó cruzar para descubrirnos en el otro, mucho más que una despintada nacionalidad y un gallo, nos acercaban.
Sentados en el piso, Eusebio me contó la historia de su destierro voluntario, del maldito sortilegio de los peregrinos, el oficio de ser camino y del sabor que tiene la carne de sirena.
Yo le confesé que poco me interesaba viajar si no existía un propósito, estar cansado de los hippies holgazanes, los artezánganos sin rumbo, que no saben siquiera cargar con una jodida libreta y una pluma y que, en una suerte de epicureismo rancio, juegan a beberse la vida a cántaros y otras penas ajenas. Fue entonces que me descubriera a Cavafis, como quien da una cachetada:
–El viaje es el camino, nunca el destino.
Igual no se la compré y en aquel momento no lo supe, pero sin duda que algo en mí mudó para siempre en ese mismo instante.
Con la amistad de dos que nada esperan, consumimos las horas y los posibles y cuando ya íbamos por el tercer o cuarto porro, se levantó del piso para sentenciar:
Habrá que rodar
haciendo un ruido estrepitoso
habrá que mineralizarse el lomo y ser camino
habrá que dar refugio a ciertos bichos
y sacudirse del musguito en el verano
habrá que romper algún cristal
y sobre todo
habrá que descalabrar a un policía
habrá que ser consentido por un coleccionista chimuelo
y dar de brincos al filo del pantano
caminar sobre las aguas es un talento mineral
nada de cláusulas divinas
habrá que conocerlo al polvo y ser su amante
habrá que reproducirse entre la hierba
y ser el primer poste
y jugar rayuela
y romper botellas vacías
y jugar rayuela
y detener la puerta
y burlarse del viento y de la lluvia
y jugar rayuela
y volver a casa
sólo si un niño que se llame Constantino Cavafis me patea
siempre supe que yo era esa piedra.
Yo reí de buena gana y él entendió mi reacción.
La noche y la muchacha me aguardaban, agradecí a Eusebio por la compañía y por el vuelo y me fui de ahí. Él insistió en no despedirnos.
A la mañana nos esperaban nueve o diez horas de camino.
La sorpresa fue mía cuando casi diez años después me lo volví a cruzar al Chevo, en la ciudad que a ambos nos vio nacer, recargado sobre una forjada cruz de tamaño natural, a mitad de la plaza de aquel sitio.
– Te lo dije, el mundo es un pañuelo.
– Ya te digo que uno muy sucio.
Así daría comienzo el Círculo de los Cayetas Poetanos, las tardes en la ermita del kaníbal, la melífica palabra, el camino, los caminos… y que duró todo el tiempo que pudimos permanecer juntos en la misma ciudad.
Una noche, le conté al Kaníbal la historia de Eusebio y él me diría:
-¿Y no será que Cristo es en verdad un viajero a ultranza, condenado a vagar por los siglos de los siglos?
Casi estuve tentado a decirle que si Dios eran las seis enfermeras locas de Pickapoon, era muy probable que nuestro Eusebio fuera algún Jesús de nuestros tiempos; pero recordé que a mi amigo poco le animaban media docena de rubias colosales si no era que estaban en su cama.
–¿Y si Dios moviera los pechos dulcemente? – Le respondí.
Y eso bastó para que mi carnal se sumiera en sus elucubraciones cotidianas.
Aquel día había sido yo quien se equivocara. Cristo sí estaba esa mañana en la vieja plaza.
Eusebio Nucamendi había bajado esa mañana al mundo a compartir el fruto de la tierra y a despertar a los viajantes. Nada de cláusulas divinas.
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