John Cage nunca aprendió a armonizar.
Él aprendió a poner clavos, madera o papel en el piano, a licuar verduras en los conciertos; él aprendió a poner en el papel esa música misteriosa que nace cuando nadie se lo propone.
John Cage vino a sacudir a toda la música occidental para sacarla del letargo canónico en el que se encontraba sumida desde hacía ya algunos siglos.
-Para usted, la Armonía es como una pared de concreto que nunca podrá derribar -le diría en cierta ocasión, algún pardo maestro -a quien la historia no consigna- a un Cage veinteañero aspirante a compositor.
-Le sugiero que mejor se dedique a otra cosa.
-Pues estoy dispuesto a pasar el resto de mi vida dándome de golpes contra esa pared -fue lo que él contestó.
Y en cierto modo, lo hizo.
John Cage hubiera sido capaz de arrojar la orquesta entera contra la pared con tal de conseguir que la música fuera esa experiencia irrepetible que lo abarca todo.
Tal vez sí existe una pieza así en su catálogo y es sólo que yo no me he enterado.
Me imagino a un John Cage parado frente a un incrédulo público, luego de terminar dicha pieza, haciéndoles la misma pregunta que Alejandro le hiciera a sus tropas en cierta ocasión.
Cuentan de él, que una vez se metió en un rió tumultuoso, todo con barro, de La India; persiguiendo al ejército enemigo. Y que cuando iba por mitad, sus soldados perdieron pie, aquellas aguas estaban heladas; y se volvió a sus compañeros y les dijo:
-Me cago en la leche, ¿os dais cuenta de las cosas que tengo que hacer para que me tengais respeto? [sic].
Y siguió avanzando.
-Eso pasa poco ahora -diría Escohotado.
Pasa poco, pero pasa.
Sin duda creo que a Alejandro Magno le hubiera gustado el 4'33'' de John Cage.
Quemar las naves es hacer el silencio.
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