martes, 17 de noviembre de 2009

Milonga para días maulas

Chamuyando con mi sombra
vuelvo al caño, derrotao
solo, sábalo y piantao
hasta el culo de ferné
cada bache es una hoyanca
cada paso, una gambeta
da lo mismo que vomite
en la acera o la chaqueta
si todo me sabe a Branca
mezcladito con mi fe.

La pebeta se pasea
de la mano de un obeso
que le banca los excesos
de su eterno jarangón
mientras cruzan mi garganta
estos ripios milongueros
y el recuerdo acamalado
del amor tan embustero
que tirara a la marchanta
mi enlodado corazón.

Nada queda, salvo el frío
escociéndome los labios
su pañuelo y el resabio
impregnado en el gotán
que no te sobren excusas
si de garpar, es momento
vale más, otario en mano
que linyera al firmamento
que te dure lo papusa
y no aburras al bacán.

lunes, 19 de octubre de 2009

El pueblo de Franz

Franz Liszt siempre fue un pueblo de hombres.
En él coexistieron el diligente profeso, el virtuoso precoz, el mujeriego, el vagabundo, el colector de excesos y una infinidad de personajes tan ajenos y dispares como la misma obra de Franz.
Sólo quien padece en carne propia la experiencia de estar habitado por muchos hombres, entiende el conflicto que el compositor vivía.
No era el virtuoso quien se encargaba de contratar damas –quiero decir groupies de alcurnia- para que desmayasen en el momento más álgido de sus presentaciones, algo que ni a Michael Jackson ni a Mick Jagger se les hubiera ocurrido nunca; no era el vagabundo quien decidió recibir las órdenes sacerdotales, no fue el mujeriego quien permitió que su chunquita se casara con el misógino de Wagner y por supuesto, no fue el acaudalado compositor quien decidió abandonar la vida de rockstar ni bien cumplida la cuarentena.
Nadie puede asegurar qué Franz fue el responsable de la decisión de abandonar la vida del brillo social, los homenajes y las fiestas, el dinero y la fama a las que desde niño estuvo acostumbrado, a cambio de llevar una vida espiritual noble y profunda, aunque aderezada siempre por ese profeso amor por la mujer, expresado en mil excesos e interminables cadenas de escándalos sexuales y algo de diabólico humor.
Nadie puede explicar cómo se vive una pasión creativa que obliga a recluirse para meditar y componer, pero al mismo tiempo, se debate siempre contra ese impulso errante que obliga a viajar constantemente y escuchar músicas folklóricas húngaras y gitanas –pongamos por caso- para satisfacer algún instinto nómada.
A Franz suele reconocérsele la invención del poema sinfónico y el recital moderno y la moderna técnica pianística y otras tantas modernas chucherías; pero quién aplaude esa lucha de la voluntad, ese eterno mediar entre los humores, ese mandarlo todo y a todos al carajo (virtuosismo included) para acallar, al menos un poco, de menos un rato, el pueblo de voces en que habita la voluntad creativa.
Sólo quien lo vive, puede saberlo. Ya te lo digo, querido, hipócrita lector, piltrafa de escucha.

jueves, 1 de octubre de 2009

De cómo conocí a Eusebio Nucamendi

Era una ciudad centroamericana y alrededor del mediodía.
La noche anterior, aquella muchacha y yo, trataríamos de perdernos del amigo con quien compartía el hostal y de su insufrible compañera. Las llaves de la pieza estaban en mis manos y en las manos tenía además, la intención de hacer dormir a mi amigo en la calle. No sería la primera vez. El espacio era muy reducido y eso hubiera sido un espectáculo sumamente incómodo. Siempre pensé que más de dos es multitud.
Al final, los perdidos fuimos nosotros y para cuando dimos con la posada, la feliz pareja ya estaba ahí, tratando de entrar por una ventana. La experiencia no resultó tan incómoda después de todo.
A la mañana siguiente, luego de compartir más que la pieza y de casi ser corridos con todo y nuestra impúdica alharaca, mientras caminábamos por la placita de aquel lugar lo vi fumando, recargado sobre una cruz de cuerpo entero situada a mitad de una congregación católica. Eran los festejos de la Semana Santa y parecía que Cristo había tenido una noche interesante también, pues ni sus luces.
Yo andaba en busca de un toque y él traía una cara de poder atender mi demanda.
Un par de palabras nos bastó cruzar para descubrirnos en el otro, mucho más que una despintada nacionalidad y un gallo, nos acercaban.
Sentados en el piso, Eusebio me contó la historia de su destierro voluntario, del maldito sortilegio de los peregrinos, el oficio de ser camino y del sabor que tiene la carne de sirena.
Yo le confesé que poco me interesaba viajar si no existía un propósito, estar cansado de los hippies holgazanes, los artezánganos sin rumbo, que no saben siquiera cargar con una jodida libreta y una pluma y que, en una suerte de epicureismo rancio, juegan a beberse la vida a cántaros y otras penas ajenas. Fue entonces que me descubriera a Cavafis, como quien da una cachetada:

–El viaje es el camino, nunca el destino.

Igual no se la compré y en aquel momento no lo supe, pero sin duda que algo en mí mudó para siempre en ese mismo instante.
Con la amistad de dos que nada esperan, consumimos las horas y los posibles y cuando ya íbamos por el tercer o cuarto porro, se levantó del piso para sentenciar:

Habrá que rodar
haciendo un ruido estrepitoso
habrá que mineralizarse el lomo y ser camino
habrá que dar refugio a ciertos bichos
y sacudirse del musguito en el verano
habrá que romper algún cristal
y sobre todo
habrá que descalabrar a un policía
habrá que ser consentido por un coleccionista chimuelo
y dar de brincos al filo del pantano
caminar sobre las aguas es un talento mineral
nada de cláusulas divinas
habrá que conocerlo al polvo y ser su amante
habrá que reproducirse entre la hierba
y ser el primer poste
y jugar rayuela
y romper botellas vacías
y jugar rayuela
y detener la puerta
y burlarse del viento y de la lluvia
y jugar rayuela
y volver a casa
sólo si un niño que se llame Constantino Cavafis me patea
siempre supe que yo era esa piedra.

Yo reí de buena gana y él entendió mi reacción.
La noche y la muchacha me aguardaban, agradecí a Eusebio por la compañía y por el vuelo y me fui de ahí. Él insistió en no despedirnos.
A la mañana nos esperaban nueve o diez horas de camino.

La sorpresa fue mía cuando casi diez años después me lo volví a cruzar al Chevo, en la ciudad que a ambos nos vio nacer, recargado sobre una forjada cruz de tamaño natural, a mitad de la plaza de aquel sitio.

– Te lo dije, el mundo es un pañuelo.
– Ya te digo que uno muy sucio.

Así daría comienzo el Círculo de los Cayetas Poetanos, las tardes en la ermita del kaníbal, la melífica palabra, el camino, los caminos… y que duró todo el tiempo que pudimos permanecer juntos en la misma ciudad.
Una noche, le conté al Kaníbal la historia de Eusebio y él me diría:

-¿Y no será que Cristo es en verdad un viajero a ultranza, condenado a vagar por los siglos de los siglos?

Casi estuve tentado a decirle que si Dios eran las seis enfermeras locas de Pickapoon, era muy probable que nuestro Eusebio fuera algún Jesús de nuestros tiempos; pero recordé que a mi amigo poco le animaban media docena de rubias colosales si no era que estaban en su cama.

–¿Y si Dios moviera los pechos dulcemente? ­– Le respondí.

Y eso bastó para que mi carnal se sumiera en sus elucubraciones cotidianas.

Aquel día había sido yo quien se equivocara. Cristo sí estaba esa mañana en la vieja plaza.
Eusebio Nucamendi había bajado esa mañana al mundo a compartir el fruto de la tierra y a despertar a los viajantes. Nada de cláusulas divinas.

sábado, 29 de agosto de 2009

Chau #719

"Claro está que las cosas no pueden ajustarse en la realidad tan bien la una con la otra como los
argumentos en mi carta, porque la vida es algo más que un rompecabezas; pero, gracias a las enmiendas que surgen de esta confesión, y que no puedo ni quiero extender hasta el detalle, se ha logrado, a mi parecer, algo tan próximo a la verdad, que podrá tranquilizarnos un poco a
los dos y hacernos más fáciles la vida y la muerte."

Franz Kafka

De nuevo me sale lo kafkiano y lo gil. Mi padre está muerto.
No es para armar un escándalo ni menos escribir una carta que ya alguien se encargó de redactar.
Pero mi padre está muerto.
Y su muerte no es la puta de Oliverio, ni la rabia de aquél niño de ojos grandes.
Victor Gil está muerto y sólo el diablo sabe lo que de mí se fue con él.

miércoles, 5 de agosto de 2009

El cuento ese

"Cruzamos nuestros puentes cuando llegamos a ellos, y los quemamos tras nosotros con nada para mostrar de nuestro progreso, excepto por el recuerdo del olor a humo y la presunción de que una vez nuestros ojos se humedecieron".

Tom Stoppard

Esas mujeres en el puerto, en la estación, esas mujeres que esperan o las que dicen adiós. Que buscan con la mirada entre la gente, con flores en las manos, o tomando de la mano a sus hijos. Que se muerden a veces los labios sin darse cuenta o pasan su mano por la ropa que se esmeraron en ponerse. Esas mujeres que esperan el tren, o el autobús, que se despiden a lo lejos de un avión, de un barco, que por un momento piensan en la posibilidad de que esa sea la última vez, de que quizá no haya vuelta. Novias, esposas, amantes, todas son siempre, por un instante, la misma mujer...
Nuevamente, se trata de no dejar morir una historia.

martes, 21 de julio de 2009

Todas las caperucitas la caperucita

“Verás lo que ha inventado nuestro cocinero”, está diciendo la mujer de Licas. “Le ha devuelto el apetito a mi marido, y de noche...”

"Todos los fuegos el fuego".
Julio Cortázar.


Él no esperaba que las cosas fueran de ese modo.
La tetas de la nena eran breves, como lo debe ser una vida bien aprovechada.
Detuvo el coche sólo un momento, para poder besarla a placer y entonces fueron las sirenas.
Ella jamás le avisó de pertenecer a otro cuento. Lo mismo hubiera importado. Poco caso hubiera hecho él de cualquier forma.
La licantropía le navega por la sangre.
Cerró despacio la portezuela y caminó decidido a encontrarse con alguna caperucita nocturna.
Al parecer, el hambre había vuelto.
A fin de cuentas, cualquier cosa puede pasar en un cuento posmoderno.

martes, 23 de junio de 2009

No vuelva pronto*

Para la familia Wilson y todos mis hermanos cesepistas.


Dia 1.
No recuerdo cómo llegué aquí.
Desperté luego de un sosegado y profundo sueño, del cuál sólo conservo algunas imágenes vagas e inconexas, un terrible dolor de cabeza a la izquierda y una pila de cocos y esa sensación de quien estuvo en un lugar en el que fue completamente feliz, a la derecha.

-No debí tratar de volver a ese lugar – me sorprendo a mí mismo diciendo.

10:49 a.m. Casi las once de la mañana cuando el sol, su primo el calor mientamadres ése y la sed que me cargo, hicieron que me levantara a trompicones y sin meditarlo me echara a recorrer éste sitio en busca de un poco de agua que no sea de coco.
Di la vuelta por todo el lugar sólo para venir a convencerme de que me encuentro en un lugar desierto. Quizás sea el instinto de supervivencia que le dicen o mi inveterada estupidez la que me jura no estar solo. Y aunque no me encontré con ningún rastro de calor humano por aquí, casi puedo asegurar haber escuchado algunas voces y sentido cierta presencia en derredor mío. Tal vez sea como en la literatura barata y del lado poniente se encuentre una tribu infesta de come-gente que al no hablar castellano, pocas probabilidades tendría de convencerlos a favor mío. Así que entre que son peras o manzanas, mejor decido no explorar aquella zona lúgubre y húmeda de donde provienen dichas voces; pues nunca creí en fantasmas y sin embargo, nunca estuve más cerca de sentirme rodeado por ellos.
¿De qué platica uno con un fantasma cuando se coincide en una isla desierta?
No sabría si preguntarle por su familia o hacer una anotación respecto a lo mal que anda el Fluminense.
Creo que no debí probar esa chingada agüita de mar.

4:25 p.m. Corrí con algo de suerte y me hice de algunas bayas y frutas. Para mi fortuna, el cerdo salvaje con cara de copiloto de aerolínea comercial dormía como un tronco y pude robárselas sin mayor esfuerzo. Tienen un sabor un tanto rancio y como a guardado; como la fast food, a la que uno le pega la primera mordida y no es sino hasta la tercera o cuarta que el gusto a cartón desaparece y eso empieza finalmente a saber a comida.

6:02 p.m. Me quedé dormido y desperté con más calor. Soñé.
Soñé con un barco enorme, de esos cargueros que pueden llevar una ballena y ni cosquillas. Soñé que llegaba a sacarme de este infierno.
No sé por qué insisto en pensarme y sentirme en el infierno. No es tanto que esté en uno, los reconozco fácilmente; sino que la soledad no deja demasiado margen de maniobra y uno va sintiéndose cada vez más miserable. Y pese a eso, no puedo dejar de sentir que estoy acompañado.
A fin de cuentas, un fantasma podrá ser todo lo ensimismado y existencial que se desee pero seguirá siendo compañía. He conocido mujeres más espectrales que el mismo Gasparín y mucho menos amistosas, además.

10:31 p.m. No queda mucho qué decir. Estoy atrapado y no puedo evitar hacerla a la melancolía. Lloré en silencio, como temeroso de que alguien me escuchara, hasta quedarme dormido abrazado a mis pertenencias. Será una isla desierta y todo lo que tú quieras pero yo ya aprendí a no descuidarme ni diez segundos.

Día 2.
Me desperté sobresaltado pues me pareció escuchar un ruido en la playa. No supe distinguir si era un barco o una avioneta que pasaba cerca de la costa. Así que como pude y tropezándome con mi propia desesperación, llegué corriendo hasta allá; pero nada. Ni una estela o una lucecita. Ninguna barcaza ni ninguna avioneta de porquería. Ni siquiera una puta lata de sardinas que me permita salir de aquí.
No puedo evitar pensar qué pasaría si muriera en este lugar.
¿Escribiría un epitafio al estilo de Keats?
¿Aquí yace un hombre que escribió su nombre en el agua porque nunca pudo conseguir una pinche botella…? ¿Qué clase de palabras finales son esas?
Pero tampoco le doy demasiada cuerda a la idea de morir solo y con un bronceado que, con certeza, me envidiarían en el barrio.
–Ya vendrán –sigo diciendo.
–Que se jodan Keats y Shelley y Byron y todas las putas urnas parlanchinas.
Yo jamás pedí llegar a Ítaca.

3:31 p.m. Salí por cuadragésima tercera vez a recorrer el lugar sólo para darme cuenta que cada vez me parece más pequeño. Apenas unas millas para allá y menos que eso hacia el otro lado y uno vuelve a verse el culo a sí mismo. Es el colmo, perderse en algún paraíso subtropical y que éste sea más pequeño que nuestras propias certezas. Siempre que pasa algo parecido me da por… ¿Qué verga estoy diciendo? ¿Realmente pasa esto alguna vez?
Nunca supe de ningún conocido, ya sabes, el amigo del primo de la ex del vecino que recién se mudó a la ciudad luego de sobrevivir tres meses en la isla Chirinkotan a base de algas y gaviotas.
Sólo me faltaría llamarme Tom Hanks…

–Sólo mirate y di si no…

¿Quién dijo eso? Lo que me faltaba, ya empecé a enloquecer.

7:24 p.m. Decidí adentrarme en esa parte donde antes escuché las voces.
Caminé por horas con esa sensación en el estómago de quien cruzó la puerta que decía: “Sólo personal autorizado”.
La vegetación es basta y se escuchan infinidad de ruidos, como de exóticas especies. Y si ellos sobreviven, yo también puedo.
El instinto me haló la manga, jurándome encontrar algo de agua; así que seguí caminando durante largo rato. Por momentos me parecía estar cerca de un oasis. Casi podía escuchar el enojo de una made camello ante la negativa de su criaturita por caminar erguido o el rugido majestuoso de una cascada en donde podría saciar esta maldita sed y detenerme luego unos instantes a observar mi reflejo cansado. Quizá escupirle un rato, maldecir el recuerdo de aquella mujer que nunca pudo enterarse de cuánto la quise o del patrón culero que me corrió sin pagarme un centavo de lo acordado. Otra vez las ganas de matar…
¿Por qué nunca nos avisan de todo el tiempo libre del que se dispondrá para mal pensar cuando caemos en una isla desierta?

9:16 p.m. Caí rendido junto a unos inhiestos arbustos y dejé que la noche abusara de mí. Soñé que seguía caminando y me encontraba con un grupo de turistas japoneses que estaban siendo estafados por un grupo de diabólicas niñas exploradoras y sus igualmente diabólicas galletas.
Me desperté cuando escuché el ruido de lo que parecía un Boeing 747 pero la sed no me deja casi moverme. Además, la espalda ahora me pesa y cruje como si trajera cargando 50 kilos. Igual que la vez en que me ofrecí a llevar unas cosas para la hermana de la amiga de una conocida; y la amiga se apareció con una maleta que pesaba el triple de mi equipaje completo. Y lo peor: todo era ropa. Yo había tirado o regalado la mitad de la ropa que llevé para ese viaje y ahora llevaba 35 kilos en ropa de mujer. Sin duda, un banquete para cualquier fetichista, pero no para un viajero.


Esta pobre isla no guarda ya secreto alguno para mí. Casi podría dibujarla de memoria: esta piedra va aquí y estas palmeras por acá… Lo que diera por encontrarme con una adormidera o con algo de cáñamo. En cambio hay cierta especie extraña de trepadora que sube por unas rocas y llega hasta un peñasco y que casi parece un ascensor tropical. La idea de una isla de dos pisos me provoca escalofríos.

–Eso es lo que tú crees…

Qué carajo, la misma voz de hace días.

–Querrás decir la misma voz de ayer, animal.

Esta vez mi incipiente locura y yo estamos seguros de haber escuchado a alguien. Yo afirmaba que la voz provenía de aquellas piedras que forman una pequeña cueva y ella que era por allá; y por allá fuimos.
Es extraño porque ahora las voces no suenan dentro de mi cabeza sino que se escucha un eco lejano, como el que se escucha en las salas de espera y en las iglesias que fueron olvidadas por Dios.
Después de media hora de caminata, al fin empieza a escucharse con claridad la voz de alguien que canta. O al menos lo intenta, pues se escucha como si trataran de abrir una lata con los dientes mientras se sumerge en el agua o como si un coco flotara desnudo en un lago, tarareando partes mal pronunciadas de Nabucco.
Y yo que había jurado no picarle las costillas a mi demencia en ciernes. Empiezo a creer que no estamos solos en este lugar.

– Estarás de moda…

– ¿Quién anda ahí?

Estoy dispuesto a todo, cojo una piedra y me dirijo a los arbustos de donde escuché venir la voz.
Al principio me acerqué receloso, él no había notado mi presencia y yo no estaba seguro si un coco cantor sería la mejor compañía; pero rápidamente deseché mis reservas pues este tipo parece buena gente y por la manera en que empuña el estropajo, se nota que es muy cómico. Además, vaya falta que me hace el contacto humano.
Corrí como loco hasta el agua cuando recordé la sed que traía y entonces él me abordó:

–Y…¿Quién sos vos? ¿Y quién te creíste para venir a interrumpir mi ducha matutina?
–Le pido disculpas, pero es que llevo varias semanas en este lugar y apenas si he bebido agua. De hecho, es un poco raro tener que hablar con un coco mientras bebo…
–Y bue… si no querés, dale, salí de aquí y dejame duchar en paz.
–No quise ofenderlo, es sólo que es la primera vez que conozco a un coco que…con un amor propio tan desarrollado, digamos.
–¡Y claro! La gente se cree que por ser un coco, uno debe andar por la vida cayendo de las palmeras y qué sé yo.
–¿Y usted qué hace aquí?
–¿Qué te parece que hago, animal? Me estoy bañando y ahora, si no te importa, voy a salir y quiero que te des la vuelta. Mi cáscara está por allá…
–Claro, no hay problema.

Le estoy dando la espalda a un coco mientras se viste. Ya es oficial: me volví loco.

–¿Y cómo se llama?
–Vos podés decirme Wilson.
–Reoriginal ¿no? Y eres de…
–Nací en Leipzig pero muy chico fui a dar a Montevideo.
–El barrio más alejado de Buenos Aires ¿no?
–La puta que te parió, naufraguito de mi…
–Sereno moreno, sólo quería romper el hielo.
–Y lo que terminará roto son tus dientes si seguís con eso.

Parece un buen tipo este Wilson, algo dado de sí pero podría afirmar, sin conocerlo, que detrás de ese duro caparazón se esconde una persona sensible y hasta tierna.
Durante días platicamos de muchos temas, es un tipo instruido, sin duda; de no ser por lo arrogante y presuntuoso, podríamos ser buenos amigos. A ratos se asemeja a esos escritores que saturan sus textos de citas literarias para aparentar lo listos que son. Que si Kafka esto, que Cortázar lo otro... Que si París no era una fiesta... No vale la pena ni comentar al respecto.
Con el correr de los días, mi compañero se ha ido abriendo conmigo, casi hemos llegado a crear un lazo afectivo y una confidencia que envidiaría cualquier adolescente.
Una tarde, Wilson me contó –sin que se lo pidiera– la historia de su vida.
¿Ya había comentado de mis sospechas de haber perdido la razón?
Lo digo no porque me resulte cómodo y casi familiar platicar con un coco, sino más bien, porque el hijo de la chingada consiguió hacerme llorar con todo lo que me contó. Y es que tiene un talento para evocar paraísos que ya no están, que te cagas.
Mira que de padres inmigrantes, mira que su hermano, después de una farra que comenzara en Berlín, terminó en el puerto de Veracruz mendigando los días hasta que encontró su suerte en una paletería de esas que están a la vuelta del malecón; una frente a la otra y siempre que uno pasa, se deja escuchar el “güero güero güera güera lleve sus paletas pa’ la calorrrrrrrrrrrrrrrrrr”. Cada uno derrochando más decibeles que el de en frente.
Mira que su hermana acabó de ingrediente principal en las horchatas de Don Ciro. Yo ya no quise preguntar a qué horchatas se refería.
Mira que él tuvo que terminar asumiendo el papel de ovejita negra, volverse una piedra de parque, de las que hablaba Dylan Thomas…rodar…

–Es Bob Dylan, pendejo…Vos no podrías reconocer a un ícono de la música ni porque te lo mostraran desnudo.
–Debo admitir que no entiendo de qué me hablas.
–No me sorprende. Te aseguro que ni sabés hablar inglés.

Y luego su madre, aquella anciana de estirpe que cuando los nazis, tuvo que venderse al Reich. Pero parece que de ella no quiere ni acordarse.
Me contó todo hasta donde las lágrimas se lo permitieron, después se durmió con la paz de aquél niño que lloró las ocho horas del camino de vuelta a casa porque quería quedarse más tiempo en casa de sus primos.
Yo cerré la mirada y la nocturnidad lo abarcó todo.

Día 3.
Hoy volví a descubrir a Wilson sollozando en silencio. Quise acercarme a él pero no quiso contarme nada. Creo que él tampoco recuerda cómo terminó aquí y aunque aparenta mantenerse ecuánime, me da la impresión de que tampoco sabe cuánto tiempo ha estado en este lugar.
Hay días en que Wilson está pensativo y callado en extremo. No me dirige tres palabras en todo el día y a la noche le da por caminar por toda la costa, cantando una antigua cancioncita en alemán que habla de volver a casa y no sé qué más.
Creo que mi compañía no le viene tan bien como cualquiera supondría. Nada nuevo.
Wilson es un poco tímido, o al menos me lo parece y hasta ahora mi maldita intuición nunca me ha fallado. Una vez sí me falló y terminé muerto.
Habla muy poco y cuando lo hace, tiene una manera muy particular de sonrojarse que me causa gracia. A veces incluso, cuando se anima a contar algo, he notado que vuelve la vista como queriendo encontrar autorización en la mirada de alguien más. Un gesto que he podido descubrir en todos los descendientes de inmigrantes. Sin embargo, a veces también se advierte una lumbre que le brinca de los ojos cuando habla de mujeres o del Cuarteto Helicóptero de Stockhausen.
Una tarde, mientras mirábamos el ocaso en silencio, Wilson me confió su idea de armar un avión. No pude parar de reír hasta entrada la noche.

– ¿Un avión, Wilson? ¿No quisiste decir un bote?
–Podría ser también, pero la mar me marea y además tardaría lo mismo en construir cualquiera de los dos.
– ¿Vas a ayudarme?
–No creo, eso de la aeronáutica no es lo mío.

Casi le cuento de la vez en que…

Durante un largo rato, que a mí me parecieron días pero Wilson afirma que no pasó la media hora, mi amigo estuvo en silencio rayando cortezas de árboles, haciendo anotaciones, chupándose el pulgar y revisando la dirección del viento, hablando como si se dirigiese a una sala de juntas con cuarenta ejecutivos y ensimismándose como dicen que hacía Edgar Varèse cuando estaba a punto de empezar a componer.
Luego de eso, lo vi entregarse con una pasión religiosa a la consecución de su proyecto. Esos días fueron como si él no estuviera ahí.


Wilson por fin terminó de construir la aeronave. Debo admitir que me sorprendió la habilidad con que lo hizo y aunque no estaba seguro si el tren de aterrizaje podría ser seguro, pues una hilera de cocos amarrados con bejucos, no es el ideal que yo tengo para uno, en general la nave luce confiable y resistente. Lo difícil fue no tanto subir la nave hasta lo alto del cerro que encontramos al otro lado de la isla, como ponerme a rezar para no terminar embarrado en la playa…Desde los diez años que no rezaba. La última vez fue cuando le pedí a la Rosita que fuera mi novia aquella tarde gris de septiembre y la Rosita me dijo que no y yo, llorando hincado a un lado de la cama le pedí a Dios que la matara a la Rosita. Y a la mañana siguiente llegué al colegio confiado de que mis plegarias habrían encontrado respuesta divina y nada, ahí estaba la Rosita tan campante y tan linda como cada jornada. Ese día sospeché que Dios y la Rosita tenían algún parentesco. Como fuera, nunca volví a hablar con ninguno de los dos.
Trece años después la volví a encontrar a la Rosita en Profética, aquella biblioteca fresísima que me vio comer, dormir, amar y reducir el grueso de su bibliografía. Parecía tan triste y tan fuera de sitio, como seguramente me veo yo estando aquí. Entonces entendí lo afortunado que fui de no haberme quedado cerca de ella.
Más por nervios que por falta de fe en el invento de mi amigo, empecé a hacer comentarios sarcásticos sobre lo frágil que me parecía y lo poco que conseguiríamos con ella.
Wilson se limitó a aventarme una piedra que por milímetros no acertó en mi cabeza.

–Una hermana…–le dije.

Jamás entenderé cómo un coco de ascendencia alemana y crianza uruguaya pudo entender con tanta destreza el albur mexicano.
La segunda piedra, justo después de mi intento de broma, me cogió desprevenido y…







Una azafata con cara de zorra me dijo que en diez minutos estaríamos arribando a la Ciudad de México. Por un momento creí que se trataba de una broma, casi pensé que Wilson se había maquillado y conseguido un atuendo sexy y quería joderme la vida.

–Me lleva la chingada –pensé– el avión no despegó.

Jamás quise preguntar sobre cómo terminé en un vuelo de Aeroméxico, sentado hasta el fondo, rodeado de azafatas. No parecen demasiado amables cuando hablan entre ellas, por cierto. Y mucho menos qué ocurrió con mi redondo amigo.
La vergüenza nunca me permitió contar la historia a mis nietos.
Con el tiempo entendí que uno nunca debería tratar de volver al sitio en el que alguna vez fue feliz.
Esa noche, estando en casa, cobijado por el tibio cuerpo de mi esposa y con un gato entre las piernas, soñé que volaba junto a Wilson en un aeroplano de manufactura alemana y cuando volteaba la vista, me encontraba con un letrero gigante que rezaba:

"Obrigado pela sua visita.
Se você foi feliz, não volte pronto"




Aeropuerto de Guarulhos.
São Paulo, Brasil.
21, 22 y 23 de junio del 2006.
*Relato finalista del IV Concurso de relatos cortos de viaje moleskin.es.

domingo, 8 de marzo de 2009

La mar y otros milagros

Me educaron, me acunaron, me parieron
me cuidaron, me exigieron, me pegaron
fui violado, cobijado y reprendido
regalaron las palabras, las joyitas, las miradas
me robaron los diplomas, enseñaron
Se rieron en mi cara, me inventaron, fui salvado
dejaron que me fuera, regresaron, me mataron
calentaron, me pegaron, lo pidieron
me enseñaron a querer, a desquerer, a ser paciente
me mintieron, me cobraron, me pagaron
se incendiaron conmigo en un cuarto piso,
rodamos por el piso, el pasto, la alfombra y la arena
padecieron hambre y frío y nunca se aburrieron
me obligaron a abrazar a sus mascotas
fui engañado, perdonado y revendido
me cantaron, les canté, pasé vergüenzas
me regalaron alas, ojos, hojas blancas
llenaron libretas, horas, ataúdes
dijeron sí, después, estás idiota
me amaron, lo fingieron, lo intentaron
me montaron teatros, altares y jardines
quise huir, volver , parar el tiempo
fui perfecto, hijoeputa, manejable
se escondieron, me negaron, suplicaron
tararearon, se mojaron, se opusieron
dieron nada, me aburrieron, fui usado
me creyeron, abusaron, dieron todo
velaron la fiebre, el sueño, cocinaron
se enterraron en la arena junto a mí, saltaron
me colgaron apodos, milagritos y otras vainas
fui confesionario y farmacéutico de madrugada
me frustraron los intentos, la aeronáutica, los sueños
me encontraron, me perdieron, di la espalda
me besaron, me olvidaron, no entendieron
mentí al oído, supliqué, me amenazaron
fueron todo o nada fueron
se dejaron beber, fotografiar, hacer canción
llevé esperanza, serenata, fantasía
volví el estomago, la vista, de vuelta al barrio
se dejaron manosear en público, me abofetearon
temí, lloré, dudé y lo di todo
me enseñaron anatomía y misoginia avanzadas
me protegen, me provocan tanta envidia
me conmueven, las adoro, las celebro
les debo todo y nada les debo
la mar siente cosquillas en el vientre
será una alerta de peces o la envidia de la luna
cerré despacio al salir y me fui cantando.

domingo, 1 de febrero de 2009

Hobbes

De su padre todos hicimos suposiciones que nunca resolvieron nada.
Su madre fue sobre todo una aventurera y una perdida. Pero todos guardamos su memoria como la cariñosa, abnegada y reivindicada madre de cuatro que alcanzó su suerte en la acera justo frente a su casa. De todos sus hermanos, él fue el primero en dejar el nido.
Podría decirse que desde el vientre, ya estaba no sólo predispuesto sino además, acostumbrado a la vida licenciosa y que por la sangre le corría, ya desde entonces el gusto por lo disoluto y altas cantidades de THC.
Su madre vivió entre yunkies que pintaban en las paredes sus mejores viajes y compartían las sustancias y las horas en un bacanal psicoactivo y a veces artístico, que funcionaba a tiempo completo y con más de 400 watts de potencia. Desde el vientre se acostumbró a excesivos niveles de decibeles y es por eso que puede pasar una locomotora zumbándole en el lomo y él, se acomoda un poco y se duerme de nuevo.
Fue justamente con algo de LSD encima, cuando yo hablé con su madre aun encinta y prometí hacerme cargo de él cuando ella ya no estuviera. La Maju me lo agradeció y recuerdo que en ese momento, de toda ella emanaba una tranquilidad que acariciaba.
Siempre ha sido un tipo despierto (cuando está despierto) y amistoso. Yo sigo creyendo que al final esa será su perdición.
Suele ser accesible y confía fácilmente en cualquiera (como hacen los perros). Suele darse a conocer fácilmente pues posee la cualidad de la empatizar con quien se cruza y luciendo en terminos generales, un buen tipo, es común que alguno voltee la mirada cuando va pasando.
Siempre me fascinó la condición felina. Con todos sus resquemores y con ese fatalismo que la acompaña.
La historia de mi vida, ha sido la historia compartida al lado de estos seres. Cada uno, es un tango que cantar.
Decidí bautizarlo como Hobbes por la historieta de Bill Watterson, que hiciera mis delicias en la infancia. Y por la memoria de otro compañero que desapareció sin dejar huella.
No sólo me fascina por ser atípico a todas luces. Pues además de su gusto franco por el agua y su adversión hacia la leche, suele llevarse más, con seres de otras especies que con los de la propia.
Me fascina sobre todo por ser tan él mismo.
Es un cazador avezado, suele hacerse de presas con la que se entretiene hasta la muerte para dejarlas abandonadas por ahí. No sólo no es alguien que se encargué de mantener lejos a los ratones. Más bien, suele llevarlos él mismo a casa para su entretenimiento. Y abandonarlos una vez no dan señales de vida. Le gusta perseguir perros y seguir a los que conoce por la calle, como hacen ellos.
Todos tenemos un némesis y el de él, sabe muy bien hacer su trabajo. Él dice estar seguro que en un sueño se le aparecerá la respuesta de cómo hacer para partirle su madre.
De la Maju heredó el gusto por la vida disoluta y por las siestas prolongadas.
Sólo Dios y el Diablo saben lo que hace cuando sale por las noches.
Es muy probable que no llegue a viejo.
Hoy cumple un año de existencia y yo lo celebro.


jueves, 15 de enero de 2009

San Cristóbal de Las Casas: Santo y seña

Un blues en tono menor le hace el amor a la noche. Hace frío.
-This machine kills fascists? Eso ya lo había visto antes.
-No me digas.
-El pobre muchacho terminó en un hospital psiquiátr…
-Te pedí que no me dijeras.
-¿Eso es tuyo?
-Si.
-Me recuerda mucho a un negro mujeriego que vivía en Mississippi.
-Y seguro que también lo conociste.
-Ya vas entendiendo…
-Me parece que quien se confunde, sos vos. Yo vine aquí a tocar y a escribir en paz. Lejos de las luces y de todo. Además, una mujer ya se te adelantó y no vas a conseguir nada de mí.
-Contigo, ya van tres esta semana… Este pinche pueblo está lleno de forasteros y autostopistas poco pretenciosos… ¿Estás seguro que no quieres que afine tu…
-Todos en este lugar están de paso. Aunque muchos prefieren no enterarse. ¿O por qué crees que se llama San Cristóbal?
-¿San Cristóbal? ¿Qué esto no es La Encrucijada?
-No, primo, eso queda algo lejos de aquí.
-¿Y cómo llego allá?
-Tenés que irte a Ocosingo y de ahí jalar para Tapachula, vas a pasar Escuintla y tomar rumbo a Acapetagua…
-Creo que mejor empiezo a caminar…Gracias por la guía y si cambias de opinión, basta con que te pongas a tocar a la media noche una…
-Ya lo sé. Gracias de todos modos.
El viejo se retira con los pasos de quien lleva siglos recorriendo los caminos y él, observando aquella silueta larga y cansada perdiéndose en la negrura, piensa:
-Hay cada pobre infeliz en este mundo.