martes, 23 de junio de 2009

No vuelva pronto*

Para la familia Wilson y todos mis hermanos cesepistas.


Dia 1.
No recuerdo cómo llegué aquí.
Desperté luego de un sosegado y profundo sueño, del cuál sólo conservo algunas imágenes vagas e inconexas, un terrible dolor de cabeza a la izquierda y una pila de cocos y esa sensación de quien estuvo en un lugar en el que fue completamente feliz, a la derecha.

-No debí tratar de volver a ese lugar – me sorprendo a mí mismo diciendo.

10:49 a.m. Casi las once de la mañana cuando el sol, su primo el calor mientamadres ése y la sed que me cargo, hicieron que me levantara a trompicones y sin meditarlo me echara a recorrer éste sitio en busca de un poco de agua que no sea de coco.
Di la vuelta por todo el lugar sólo para venir a convencerme de que me encuentro en un lugar desierto. Quizás sea el instinto de supervivencia que le dicen o mi inveterada estupidez la que me jura no estar solo. Y aunque no me encontré con ningún rastro de calor humano por aquí, casi puedo asegurar haber escuchado algunas voces y sentido cierta presencia en derredor mío. Tal vez sea como en la literatura barata y del lado poniente se encuentre una tribu infesta de come-gente que al no hablar castellano, pocas probabilidades tendría de convencerlos a favor mío. Así que entre que son peras o manzanas, mejor decido no explorar aquella zona lúgubre y húmeda de donde provienen dichas voces; pues nunca creí en fantasmas y sin embargo, nunca estuve más cerca de sentirme rodeado por ellos.
¿De qué platica uno con un fantasma cuando se coincide en una isla desierta?
No sabría si preguntarle por su familia o hacer una anotación respecto a lo mal que anda el Fluminense.
Creo que no debí probar esa chingada agüita de mar.

4:25 p.m. Corrí con algo de suerte y me hice de algunas bayas y frutas. Para mi fortuna, el cerdo salvaje con cara de copiloto de aerolínea comercial dormía como un tronco y pude robárselas sin mayor esfuerzo. Tienen un sabor un tanto rancio y como a guardado; como la fast food, a la que uno le pega la primera mordida y no es sino hasta la tercera o cuarta que el gusto a cartón desaparece y eso empieza finalmente a saber a comida.

6:02 p.m. Me quedé dormido y desperté con más calor. Soñé.
Soñé con un barco enorme, de esos cargueros que pueden llevar una ballena y ni cosquillas. Soñé que llegaba a sacarme de este infierno.
No sé por qué insisto en pensarme y sentirme en el infierno. No es tanto que esté en uno, los reconozco fácilmente; sino que la soledad no deja demasiado margen de maniobra y uno va sintiéndose cada vez más miserable. Y pese a eso, no puedo dejar de sentir que estoy acompañado.
A fin de cuentas, un fantasma podrá ser todo lo ensimismado y existencial que se desee pero seguirá siendo compañía. He conocido mujeres más espectrales que el mismo Gasparín y mucho menos amistosas, además.

10:31 p.m. No queda mucho qué decir. Estoy atrapado y no puedo evitar hacerla a la melancolía. Lloré en silencio, como temeroso de que alguien me escuchara, hasta quedarme dormido abrazado a mis pertenencias. Será una isla desierta y todo lo que tú quieras pero yo ya aprendí a no descuidarme ni diez segundos.

Día 2.
Me desperté sobresaltado pues me pareció escuchar un ruido en la playa. No supe distinguir si era un barco o una avioneta que pasaba cerca de la costa. Así que como pude y tropezándome con mi propia desesperación, llegué corriendo hasta allá; pero nada. Ni una estela o una lucecita. Ninguna barcaza ni ninguna avioneta de porquería. Ni siquiera una puta lata de sardinas que me permita salir de aquí.
No puedo evitar pensar qué pasaría si muriera en este lugar.
¿Escribiría un epitafio al estilo de Keats?
¿Aquí yace un hombre que escribió su nombre en el agua porque nunca pudo conseguir una pinche botella…? ¿Qué clase de palabras finales son esas?
Pero tampoco le doy demasiada cuerda a la idea de morir solo y con un bronceado que, con certeza, me envidiarían en el barrio.
–Ya vendrán –sigo diciendo.
–Que se jodan Keats y Shelley y Byron y todas las putas urnas parlanchinas.
Yo jamás pedí llegar a Ítaca.

3:31 p.m. Salí por cuadragésima tercera vez a recorrer el lugar sólo para darme cuenta que cada vez me parece más pequeño. Apenas unas millas para allá y menos que eso hacia el otro lado y uno vuelve a verse el culo a sí mismo. Es el colmo, perderse en algún paraíso subtropical y que éste sea más pequeño que nuestras propias certezas. Siempre que pasa algo parecido me da por… ¿Qué verga estoy diciendo? ¿Realmente pasa esto alguna vez?
Nunca supe de ningún conocido, ya sabes, el amigo del primo de la ex del vecino que recién se mudó a la ciudad luego de sobrevivir tres meses en la isla Chirinkotan a base de algas y gaviotas.
Sólo me faltaría llamarme Tom Hanks…

–Sólo mirate y di si no…

¿Quién dijo eso? Lo que me faltaba, ya empecé a enloquecer.

7:24 p.m. Decidí adentrarme en esa parte donde antes escuché las voces.
Caminé por horas con esa sensación en el estómago de quien cruzó la puerta que decía: “Sólo personal autorizado”.
La vegetación es basta y se escuchan infinidad de ruidos, como de exóticas especies. Y si ellos sobreviven, yo también puedo.
El instinto me haló la manga, jurándome encontrar algo de agua; así que seguí caminando durante largo rato. Por momentos me parecía estar cerca de un oasis. Casi podía escuchar el enojo de una made camello ante la negativa de su criaturita por caminar erguido o el rugido majestuoso de una cascada en donde podría saciar esta maldita sed y detenerme luego unos instantes a observar mi reflejo cansado. Quizá escupirle un rato, maldecir el recuerdo de aquella mujer que nunca pudo enterarse de cuánto la quise o del patrón culero que me corrió sin pagarme un centavo de lo acordado. Otra vez las ganas de matar…
¿Por qué nunca nos avisan de todo el tiempo libre del que se dispondrá para mal pensar cuando caemos en una isla desierta?

9:16 p.m. Caí rendido junto a unos inhiestos arbustos y dejé que la noche abusara de mí. Soñé que seguía caminando y me encontraba con un grupo de turistas japoneses que estaban siendo estafados por un grupo de diabólicas niñas exploradoras y sus igualmente diabólicas galletas.
Me desperté cuando escuché el ruido de lo que parecía un Boeing 747 pero la sed no me deja casi moverme. Además, la espalda ahora me pesa y cruje como si trajera cargando 50 kilos. Igual que la vez en que me ofrecí a llevar unas cosas para la hermana de la amiga de una conocida; y la amiga se apareció con una maleta que pesaba el triple de mi equipaje completo. Y lo peor: todo era ropa. Yo había tirado o regalado la mitad de la ropa que llevé para ese viaje y ahora llevaba 35 kilos en ropa de mujer. Sin duda, un banquete para cualquier fetichista, pero no para un viajero.


Esta pobre isla no guarda ya secreto alguno para mí. Casi podría dibujarla de memoria: esta piedra va aquí y estas palmeras por acá… Lo que diera por encontrarme con una adormidera o con algo de cáñamo. En cambio hay cierta especie extraña de trepadora que sube por unas rocas y llega hasta un peñasco y que casi parece un ascensor tropical. La idea de una isla de dos pisos me provoca escalofríos.

–Eso es lo que tú crees…

Qué carajo, la misma voz de hace días.

–Querrás decir la misma voz de ayer, animal.

Esta vez mi incipiente locura y yo estamos seguros de haber escuchado a alguien. Yo afirmaba que la voz provenía de aquellas piedras que forman una pequeña cueva y ella que era por allá; y por allá fuimos.
Es extraño porque ahora las voces no suenan dentro de mi cabeza sino que se escucha un eco lejano, como el que se escucha en las salas de espera y en las iglesias que fueron olvidadas por Dios.
Después de media hora de caminata, al fin empieza a escucharse con claridad la voz de alguien que canta. O al menos lo intenta, pues se escucha como si trataran de abrir una lata con los dientes mientras se sumerge en el agua o como si un coco flotara desnudo en un lago, tarareando partes mal pronunciadas de Nabucco.
Y yo que había jurado no picarle las costillas a mi demencia en ciernes. Empiezo a creer que no estamos solos en este lugar.

– Estarás de moda…

– ¿Quién anda ahí?

Estoy dispuesto a todo, cojo una piedra y me dirijo a los arbustos de donde escuché venir la voz.
Al principio me acerqué receloso, él no había notado mi presencia y yo no estaba seguro si un coco cantor sería la mejor compañía; pero rápidamente deseché mis reservas pues este tipo parece buena gente y por la manera en que empuña el estropajo, se nota que es muy cómico. Además, vaya falta que me hace el contacto humano.
Corrí como loco hasta el agua cuando recordé la sed que traía y entonces él me abordó:

–Y…¿Quién sos vos? ¿Y quién te creíste para venir a interrumpir mi ducha matutina?
–Le pido disculpas, pero es que llevo varias semanas en este lugar y apenas si he bebido agua. De hecho, es un poco raro tener que hablar con un coco mientras bebo…
–Y bue… si no querés, dale, salí de aquí y dejame duchar en paz.
–No quise ofenderlo, es sólo que es la primera vez que conozco a un coco que…con un amor propio tan desarrollado, digamos.
–¡Y claro! La gente se cree que por ser un coco, uno debe andar por la vida cayendo de las palmeras y qué sé yo.
–¿Y usted qué hace aquí?
–¿Qué te parece que hago, animal? Me estoy bañando y ahora, si no te importa, voy a salir y quiero que te des la vuelta. Mi cáscara está por allá…
–Claro, no hay problema.

Le estoy dando la espalda a un coco mientras se viste. Ya es oficial: me volví loco.

–¿Y cómo se llama?
–Vos podés decirme Wilson.
–Reoriginal ¿no? Y eres de…
–Nací en Leipzig pero muy chico fui a dar a Montevideo.
–El barrio más alejado de Buenos Aires ¿no?
–La puta que te parió, naufraguito de mi…
–Sereno moreno, sólo quería romper el hielo.
–Y lo que terminará roto son tus dientes si seguís con eso.

Parece un buen tipo este Wilson, algo dado de sí pero podría afirmar, sin conocerlo, que detrás de ese duro caparazón se esconde una persona sensible y hasta tierna.
Durante días platicamos de muchos temas, es un tipo instruido, sin duda; de no ser por lo arrogante y presuntuoso, podríamos ser buenos amigos. A ratos se asemeja a esos escritores que saturan sus textos de citas literarias para aparentar lo listos que son. Que si Kafka esto, que Cortázar lo otro... Que si París no era una fiesta... No vale la pena ni comentar al respecto.
Con el correr de los días, mi compañero se ha ido abriendo conmigo, casi hemos llegado a crear un lazo afectivo y una confidencia que envidiaría cualquier adolescente.
Una tarde, Wilson me contó –sin que se lo pidiera– la historia de su vida.
¿Ya había comentado de mis sospechas de haber perdido la razón?
Lo digo no porque me resulte cómodo y casi familiar platicar con un coco, sino más bien, porque el hijo de la chingada consiguió hacerme llorar con todo lo que me contó. Y es que tiene un talento para evocar paraísos que ya no están, que te cagas.
Mira que de padres inmigrantes, mira que su hermano, después de una farra que comenzara en Berlín, terminó en el puerto de Veracruz mendigando los días hasta que encontró su suerte en una paletería de esas que están a la vuelta del malecón; una frente a la otra y siempre que uno pasa, se deja escuchar el “güero güero güera güera lleve sus paletas pa’ la calorrrrrrrrrrrrrrrrrr”. Cada uno derrochando más decibeles que el de en frente.
Mira que su hermana acabó de ingrediente principal en las horchatas de Don Ciro. Yo ya no quise preguntar a qué horchatas se refería.
Mira que él tuvo que terminar asumiendo el papel de ovejita negra, volverse una piedra de parque, de las que hablaba Dylan Thomas…rodar…

–Es Bob Dylan, pendejo…Vos no podrías reconocer a un ícono de la música ni porque te lo mostraran desnudo.
–Debo admitir que no entiendo de qué me hablas.
–No me sorprende. Te aseguro que ni sabés hablar inglés.

Y luego su madre, aquella anciana de estirpe que cuando los nazis, tuvo que venderse al Reich. Pero parece que de ella no quiere ni acordarse.
Me contó todo hasta donde las lágrimas se lo permitieron, después se durmió con la paz de aquél niño que lloró las ocho horas del camino de vuelta a casa porque quería quedarse más tiempo en casa de sus primos.
Yo cerré la mirada y la nocturnidad lo abarcó todo.

Día 3.
Hoy volví a descubrir a Wilson sollozando en silencio. Quise acercarme a él pero no quiso contarme nada. Creo que él tampoco recuerda cómo terminó aquí y aunque aparenta mantenerse ecuánime, me da la impresión de que tampoco sabe cuánto tiempo ha estado en este lugar.
Hay días en que Wilson está pensativo y callado en extremo. No me dirige tres palabras en todo el día y a la noche le da por caminar por toda la costa, cantando una antigua cancioncita en alemán que habla de volver a casa y no sé qué más.
Creo que mi compañía no le viene tan bien como cualquiera supondría. Nada nuevo.
Wilson es un poco tímido, o al menos me lo parece y hasta ahora mi maldita intuición nunca me ha fallado. Una vez sí me falló y terminé muerto.
Habla muy poco y cuando lo hace, tiene una manera muy particular de sonrojarse que me causa gracia. A veces incluso, cuando se anima a contar algo, he notado que vuelve la vista como queriendo encontrar autorización en la mirada de alguien más. Un gesto que he podido descubrir en todos los descendientes de inmigrantes. Sin embargo, a veces también se advierte una lumbre que le brinca de los ojos cuando habla de mujeres o del Cuarteto Helicóptero de Stockhausen.
Una tarde, mientras mirábamos el ocaso en silencio, Wilson me confió su idea de armar un avión. No pude parar de reír hasta entrada la noche.

– ¿Un avión, Wilson? ¿No quisiste decir un bote?
–Podría ser también, pero la mar me marea y además tardaría lo mismo en construir cualquiera de los dos.
– ¿Vas a ayudarme?
–No creo, eso de la aeronáutica no es lo mío.

Casi le cuento de la vez en que…

Durante un largo rato, que a mí me parecieron días pero Wilson afirma que no pasó la media hora, mi amigo estuvo en silencio rayando cortezas de árboles, haciendo anotaciones, chupándose el pulgar y revisando la dirección del viento, hablando como si se dirigiese a una sala de juntas con cuarenta ejecutivos y ensimismándose como dicen que hacía Edgar Varèse cuando estaba a punto de empezar a componer.
Luego de eso, lo vi entregarse con una pasión religiosa a la consecución de su proyecto. Esos días fueron como si él no estuviera ahí.


Wilson por fin terminó de construir la aeronave. Debo admitir que me sorprendió la habilidad con que lo hizo y aunque no estaba seguro si el tren de aterrizaje podría ser seguro, pues una hilera de cocos amarrados con bejucos, no es el ideal que yo tengo para uno, en general la nave luce confiable y resistente. Lo difícil fue no tanto subir la nave hasta lo alto del cerro que encontramos al otro lado de la isla, como ponerme a rezar para no terminar embarrado en la playa…Desde los diez años que no rezaba. La última vez fue cuando le pedí a la Rosita que fuera mi novia aquella tarde gris de septiembre y la Rosita me dijo que no y yo, llorando hincado a un lado de la cama le pedí a Dios que la matara a la Rosita. Y a la mañana siguiente llegué al colegio confiado de que mis plegarias habrían encontrado respuesta divina y nada, ahí estaba la Rosita tan campante y tan linda como cada jornada. Ese día sospeché que Dios y la Rosita tenían algún parentesco. Como fuera, nunca volví a hablar con ninguno de los dos.
Trece años después la volví a encontrar a la Rosita en Profética, aquella biblioteca fresísima que me vio comer, dormir, amar y reducir el grueso de su bibliografía. Parecía tan triste y tan fuera de sitio, como seguramente me veo yo estando aquí. Entonces entendí lo afortunado que fui de no haberme quedado cerca de ella.
Más por nervios que por falta de fe en el invento de mi amigo, empecé a hacer comentarios sarcásticos sobre lo frágil que me parecía y lo poco que conseguiríamos con ella.
Wilson se limitó a aventarme una piedra que por milímetros no acertó en mi cabeza.

–Una hermana…–le dije.

Jamás entenderé cómo un coco de ascendencia alemana y crianza uruguaya pudo entender con tanta destreza el albur mexicano.
La segunda piedra, justo después de mi intento de broma, me cogió desprevenido y…







Una azafata con cara de zorra me dijo que en diez minutos estaríamos arribando a la Ciudad de México. Por un momento creí que se trataba de una broma, casi pensé que Wilson se había maquillado y conseguido un atuendo sexy y quería joderme la vida.

–Me lleva la chingada –pensé– el avión no despegó.

Jamás quise preguntar sobre cómo terminé en un vuelo de Aeroméxico, sentado hasta el fondo, rodeado de azafatas. No parecen demasiado amables cuando hablan entre ellas, por cierto. Y mucho menos qué ocurrió con mi redondo amigo.
La vergüenza nunca me permitió contar la historia a mis nietos.
Con el tiempo entendí que uno nunca debería tratar de volver al sitio en el que alguna vez fue feliz.
Esa noche, estando en casa, cobijado por el tibio cuerpo de mi esposa y con un gato entre las piernas, soñé que volaba junto a Wilson en un aeroplano de manufactura alemana y cuando volteaba la vista, me encontraba con un letrero gigante que rezaba:

"Obrigado pela sua visita.
Se você foi feliz, não volte pronto"




Aeropuerto de Guarulhos.
São Paulo, Brasil.
21, 22 y 23 de junio del 2006.
*Relato finalista del IV Concurso de relatos cortos de viaje moleskin.es.